La imaginación utópica ha sido, es y será el estímulo positivo de todo pensamiento político-moral, como la veracidad y la bondad son y serán el aguijón de la lucha en favor de la emancipación humana por mucho que, como sabemos, el individuo veraz o bondadoso se haya dado repetidas veces de bruces con la realidad existente. El utópico, como el veraz y el bondadoso, está indicando siempre a los otros, con su comportamiento, la dirección en la que sería mas interesante moverse.
El sociólogo alemán Karl Mannheim (1893-1947) en su obra Ideología y Utopía, señala que utopía no es lo irrealizable de forma absoluta, sino “lo que parezca ser irrealizable solamente desde el punto de vista de un orden social determinado y ya existente”, es decir, lo que no puede realizarse en determinadas coordenadas. Cuando se formula una utopía en el sentido indicado, no se está huyendo de la realidad ni se está proponiendo un imposible. Lo que se busca es cambiar las coordenadas para hacerla posible en un nuevo contexto. La utopía tiene, por ende, una doble función: Cuestionar radicalmente la realidad existente y proponer una alternativa a la misma.
¿Es idealista o realista la utopía?
Si idealista quiere decir que se despreocupa de la realidad, no lo es; si por idealista se entiende la tendencia hacia una meta, hacia un ideal, sopesadas debidamente las condiciones históricas de posibilidad del mismo, entonces sí lo es. Si realista quiere decir que va a la zaga de la realidad o pisándole los talones, no lo es.
Sí lo es, en cuanto toma en serio las posibilidades y esperanzas que atraviesan lo real. Su realismo no es el de los hechos desnudos y tozudos, sino el de las anticipaciones de futuro anidadas en el horizonte de la realidad.
“Un mapa del mundo que no contemple el lugar de la utopía no merece la pena echarle un vistazo”. Oscar Wilde
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